Según esta carta, Dios nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales. Lo hizo en Cristo, porque nos escogió en él antes de que hiciésemos bien o mal (Romanos 9: 11), es decir, antes de la fundación del mundo. Tuvo varios propósitos: 1) para ser santos -separados- y sin mancha delante de él. En otras palabras, Dios nos ve perfectos, Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Colosenses 3: 3); 2) para ser adoptados como sus hijos; 3) para satisfacer su voluntad; 4) para que su gloria fuese alabada y reconocida; 5) para que nosotros mismos seamos para alabanza de su gloria.
La consecuencia inevitable presupone que tenemos redención por la sangre de Jesucristo, perdón de pecados en forma absoluta, sobreabundancia de las riquezas de su gracia (Salmo 23: 6), lo cual incluye sabiduría e inteligencia. Por puro placer, desveló el misterio de su voluntad, que no es otro que reunir todas las cosas del cielo y de la tierra en Cristo.
Desde nuestra visión, tuvimos suerte -herencia- por haber sido predestinados conforme al que ejerce el poder soberano para hacer cualquier cosa según sus decretos, planes y consejos, que es lo mismo que su voluntad.
Las garantías que nos ofrece son ciertas: A) fuimos sellados con el Espíritu Santo; B) una herencia recibida con doble propósito: nuestra redención y su gloria alabada.
Poco importaba que los fariseos aparentaran una piedad que no tenían, que criticaran a los que no podían con las cargas tan pesadas que ellos colocaban en sus almas. De menor relevancia era el que se ufanaran de intentar cumplir la ley a la letra, porque negaban su espíritu. A los judíos les fue cerrado el entendimiento para que no tuvieran la sabiduría de Dios, a pesar de tener su ley y sus mandatos. A los creyentes en Cristo les fueron dados inteligencia, espíritu de sabiduría y de revelación. ¿Por qué? Porque las bendiciones del cielo necesitan ser adquiridas con material celestial (las cosas espirituales se disciernen espiritualmente). Se pueden hacer actos religiosos, es posible participar de la comunión del pan y del vino en memoria del sacrificio de Cristo, también se puede cantar alabanzas, ayudar al necesitado, pero todo eso no compra un ápice de la bendición celestial. Esas son costumbres que pueden ser catalogadas como buenas o malas, de acuerdo al criterio con que se evalúen. Los judíos recorrían la tierra en la búsqueda de un prosélito, pero lo hacían doblemente merecedor del infierno, como les dijo el Señor. Según Pablo escribió a los Efesios, ya hemos sido bendecidos con todo tipo de dádiva y dones celestiales.
En la carta a los romanos Pablo argumenta que nosotros no somos mejores que los judíos. Alude a que ya ha acusado por igual a judíos y a gentiles (lo que implica a toda la raza humana), pues toda la humanidad entera está bajo pecado. Este vocablo pecado (amartía) significa errar el blanco. El hombre se ha equivocado en agarrar a Dios, en asumirlo, adquirirlo, comprenderlo. Al tener una visión equivocada sobre su Creador, peca porque yerra el blanco. No atina a comprender el corazón de su Hacedor. En esa perspectiva no hay justo, ni aun uno, ni quien entienda ni busque a Dios, pues la humanidad se ha desviado y se ha hecho inútil para hacer lo bueno. Si un cazador le apunta a su presa y jamás da en el blanco es sin duda un cazador inútil.
En la carta a los romanos, Pablo describe en el capítulo tres la naturaleza errada del hombre. Las metáforas utilizadas hablan con elocuencia: Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engañan. Veneno de áspides hay debajo de sus labios; su boca está llena de maldición y de amargura. Sus pies se apresuran para derramar sangre (cualquiera que odia a su hermano es homicida: 1 Juan 3: 15); quebranto y desventura hay en sus caminos; y no conocieron camino de paz. No hay temor de Dios delante de sus ojos. De manera que como toda la humanidad pecó está destituida de la gloria de Dios, y por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él. La ley solamente sirve para conocer el pecado.
Ahora bien, la justicia de Dios se ha manifestado, es Jesucristo el justo a quien Dios puso en propiciación por medio de la fe en su sangre. De esta forma no hay jactancia alguna, ya que el hombre no se justifica ante Dios por medio de las obras que haga, sino por medio de la fe en la justicia de Dios. Pero ¿es de todos la fe? No, porque no es de todos la fe (2 Tesalonicenses 3: 2) y la fe es un regalo de Dios: Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios (Efesios 2: 8). En otros términos, la gracia, la salvación y la fe son un regalo de Dios, por eso el apóstol se ha preguntado ¿dónde queda la jactancia?
En la economía de Dios todo lo que hace el hombre es pecado, como lo ha demostrado el capítulo 3 de Romanos. Pero una de las grandes bendiciones con que hemos sido saludados por Dios es que ahora le buscamos y queremos hacer lo bueno, aunque todavía nos domine a ratos la vieja naturaleza. En la economía divina Dios no se complació en la humanidad, ni siquiera en un solo hombre, pero lo hizo con su Hijo y lo demostró cuando fue bautizado por Juan: este es mi Hijo amado en quien tengo complacencia. Dios no se complace en ninguna religión, sino en la justicia de Cristo.
Pero ese cúmulo de bendiciones narradas en Efesios 1 continúa en el capítulo siguiente, pues se nos dice que nos fue dada vida cuando estábamos muertos en nuestros delitos y pecados. No se nos dice que estábamos medio vivos, sino absolutamente muertos en nuestro espíritu. Esa fue la advertencia y sentencia dada a Adán en el Edén: el día que de él comiereis, ciertamente moriréis. Desde esta perspectiva el hombre no puede ni siquiera pedir una dádiva, un favor a Dios. La humanidad no tiene cabida en los pensamientos de Dios, pues Él está todos los días airados con el impío (Salmo 7: 11). La única manera de obtener esa bendición anunciada en Efesios 1 está condicionada a lo que la carta dice, haber sido escogidos antes de la fundación del mundo. Esto da confianza y seguridad y no hay manera en este mundo de interpretar esos textos de otra forma, a menos que se tuerzan descaradamente.
Esta parece ser la temática constante a lo largo de las Escrituras. Véase Apocalipsis 13: 8 y 17: 8 para que se comprenda bien lo que implica desde la fundación del mundo, y compárese con Efesios 1: 4 y Romanos 9: 11. La elección es la causa de todas las bendiciones que podamos tener.
La Biblia nos enseña que no hay manera de saber si somos o no hijos de Dios, excepto por una sola característica: si tenemos el espíritu de Cristo (cita). El que no tiene su espíritu no es de Él. Así de sencillo: Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él (Romanos 8: 9). Claro, esa cualidad nos lleva a un innumerable flujo de pruebas que se desprenden de ese hecho. En la cadena de oro de la salvación presentada en Romanos 8: 29 - 39, usted puede leer y deducir las consecuencias derivadas de lo que se dijo en la carta a los Efesios en su capítulo 1. En resumen, Dios nos conoció (en el sentido de que tuvo comunión, como José con María, como Adán cuando conoció a su mujer, como Cristo cuando desconoció a los de su izquierda), nos predestinó, nos llamó, nos justificó, nos glorificó. Un mismo sujeto hizo activamente todas estas cosas, sobre un mismo objeto. Dios es el sujeto y nosotros el objeto directo de sus acciones expresadas por los verbos conocer, predestinar, llamar, justificar y glorificar.
A partir de esta cadena de oro de la salvación, como se le conoce en términos comunes de la cristiandad, se produce el éxtasis del canto de Pablo: Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? Como se ha dado una sola causa -el que Dios entregara a su Hijo por nosotros (los recipientes de las acciones de los verbos antes mencionados)- tenemos un sin fin de consecuencias: 1) nos dará también con él todas las cosas; 2) nos justifica en caso de que nos acusen; 3) somos no condenables porque Cristo está a la diestra de Dios e intercede por nosotros; 4) no hay tribulación o angustia, persecución o hambre, desnudez o peligro, ni espada que nos separe del amor de Cristo; 5) somos más que vencedores; 6) ni la muerte - en cualquiera de sus formas -, ni la vida con su valle de sombra y de muerte, ni los ángeles con su poder inmenso, ni los principados ni potestades en las regiones celestes o terrestres, ni el presente ni el futuro, ni lo que está arriba o abajo, ni ninguna otra cosa que haya sido creada podrá, en manera alguna, separarnos del amor de Dios. La razón de todo este enumerado de consecuencias concuerda con la causa principal: el amor de Dios en Cristo Jesús nuestro Señor.
En la economía de Dios todo ha sido hecho por él. Nada hicimos; ni siquiera escogimos a Cristo, ni lo aceptamos, ni lo buscamos, sino que él nos amó primero y en consecuencia andamos con él. Aún el creer ha sido una dádiva. Esta es una de las razones por las cuales esta doctrina es una de las más odiadas de las Escrituras, que ha causado repugnancia en predicadores y pastores. Y es que en el mundo democratizado y popular en el cual vivimos, lo que va contra la corriente de la mayoría y de la voz del pueblo se tiende a rechazar. Ahora impera lo estadístico, y una simple encuesta mostraría que la elección no es bienvenida en los templos humanos. La humanidad se ha tornado antropocéntrica con la creencia de que el hombre es la medida de todas las cosas, pero el libro dice que Dios es el centro de todo cuanto existe. Incluso añade que Él hizo al malo para el día malo (Proverbios 16:4). ¿Es eso justo? ¿Es eso agradable? ¿Parece eso correcto?
Muchos son los criterios encontrados para dar respuesta a estas interrogantes, pero en general se asume como la voz del objetor, del hombre que increpa con el Creador. En ningún momento quien objeta le ha buscado ni se ha interesado por su futuro espiritual, pero encuentra pretexto de discusión cuando escucha los textos acerca de la elección incondicional de Dios. Hechos 2: 23 declara que la crucifixión de Jesucristo no fue un acto realizado por judíos y romanos, aunque históricamente así sucedió, sino que fue realizado bajo los estrictos parámetros del Padre desde la eternidad. Somos predestinados para ser conformes a la imagen de Jesucristo (porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios, Romanos 11:29). Cristo dijo que nadie iba a él a no ser que el Padre lo llamara. Las palabras de Pablo a los Filipenses resumen este repetir constante ante el pueblo cristiano, porque no hay otro propósito sino el gozo del Señor: Por lo demás, hermanos, gozaos en el Señor. A mí no me es molesto el escribiros las mismas cosas, y para vosotros es seguro (Filipenses 3: 1).
César Paredes
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