La proposición bíblica sobre el asunto de la salvación humana es un problema teológico y filosófico de gran simpleza o envergadura. Eso depende de cómo se quiera mirar. Podríamos asumir que es algo simple por la fuente de donde emana la información básica obtenida del libro que consideramos inspirado por Dios. Si es su revelación, entonces esta parece que está hecha para ser entendida. No obstante, podríamos asumir igualmente que es un asunto de gran desespero y agonía, pues el mensaje no es el mismo para todos.
En efecto, el corazón del evangelio lo representa el sacrificio expiatorio de Jesucristo. Este fue un evento planificado desde los siglos por el Padre eterno, con un propósito inmutable y múltiple. Al menos lleva la intención de alabar la gloria de Dios, de manifestar su satisfacción en quienes quiso repartir su amor. También se propuso levantar a muchos de los caídos para darles vida eterna. Entonces nos preguntamos ¿qué pasa con los que se pierden?
En realidad estas personas han sido dejadas de lado, pero no por olvido sino con la intención doble de dar la gloria a la manifestación de la ira y justicia de Dios y de castigar en ellas su propia maldad. Si el corazón del evangelio es la expiación, la interrogante continúa: ¿por qué no salvó Dios a todos de una vez? ¿Por qué tuvo que condenar a muchos al infierno eterno?
Decimos que la expiación es absoluta por cuanto cumplió a cabalidad lo que se había propuesto. No hay relatividad en ella, sino un acabado perfecto en el tiempo. Sin embargo, también hemos dicho que es limitada, por cuanto el radio de acción de ella no se extiende a una humanidad universal y tampoco cubre a las personas angelicales que cayeron con Lucifer. He allí su limitación, pero he aquí su valor absoluto, en el hecho de que todos los que ella representa son beneficiados cabalmente y por oficio.
Cuando digo por oficio quiero indicar que no es una salvación iuris tantum, que no depende del obrar del hombre para que la alcance y la desarrolle. Es de pleno derecho otorgado por el que elige. De esta manera se cumple lo que Pablo indicó en su carta a los romanos: para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciese, no por las obras sino por el que llama (Romanos 9: 11).
Y aquí está el punto donde los caminos se bifurcan, pues muchos hallan tropiezo en esta piedra angular del evangelio. Si Dios endurece a quien quiere endurecer, si se propuso rechazar y aborrecer a Esaú desde antes de que hiciera bien o mal, no podemos ni siquiera sugerir que la condenación eterna es un asunto de trámite judicial. Es más bien un hecho soberano que pertenece a los planes y decretos inmutables del Dios de la Biblia.
El capítulo 9 de romanos presenta a un objetor que es guiado por el tutelaje de Satán, por lo tanto se ufana en hablar con la mentira y con un razonamiento falaz. ¿Por qué, pues, inculpa? Pues, ¿quién ha resistido a su voluntad? En este ardid argumentativo una verdad resalta como una montaña, el reconocimiento del súper poder de Dios, pues nadie puede resistir a su voluntad. De manera que aún en el mismo tutelaje satánico, el objetor de romanos reconoce al igual que los demonios que creen y tiemblan, de los cuales nos habla Santiago en su epístola, que Dios es veraz y sólo Él está en control. Por eso tiemblan, por eso saben y reconocen que nadie puede resistirle. Sin embargo, a pesar de ese conocimiento, la mente humana se rebela contra su propia impotencia y reclama el dualismo y la compatibilidad en la teología cristiana para admitir la condenación.
El dualismo imagina a un dios en paralelo, una fuerza maligna que lucha contra el bien en igualdad de condiciones. El hombre participa de esa batalla y según se inclinen unos los otros caen vencidos. La compatibilidad condiciona la culpabilidad a la libertad humana. Si no hay libertad entonces no hay culpa. Con ello se pretende hacer caso omiso a la responsabilidad humana. Sin embargo, el Espíritu Santo es el mismo de siempre y ha hablado a través de los hombres inspirados por Dios. El mismo nos dice en la carta a los romanos que tanto la salvación como la condenación es un asunto de Dios, en donde no tiene participación ni la libertad ausente del hombre, ni la voluntad satánica, pues aún antes de que hiciesen bien o mal los gemelos Jacob y Esaú ya habían sido destinados para propósitos distintos.
No satisfechos con esta respuesta, muchos siguen errando y dándose golpes contra la piedra angular del evangelio. Ante la evidencia de las palabras que son claras, simples y concisas, se busca torcerlas para hacer compleja la interpretación del texto. Se dice que Dios previó quién sería Jacob y quién sería Esaú, por eso su amor o su aborrecimiento. En otros términos, se argumenta que Dios miró en su bola de cristal el futuro humano y escribió profecía en base a los hechos de los hombres. Eso equivale al plagio, por cuanto sin tener nada que escribir Dios tuvo que mirar en los hechos humanos para relatar más tarde su obra profética.
Pero eso no es profecía sino historia. Eso no solo anula la soberanía de Dios sino que le roba el libro que Él ha hecho. Ahora la Biblia ya no es suya, sino que es un escrito de la historia humana, pues gracias a los hechos de los hombres tuvo material para su narración. Imaginemos por un momento la crucifixión de Jesucristo. Dios previó que un hombre llamado Judas habría de traicionarle, por lo tanto lo aprovechó para su plan. Pero ¿cuál plan, si no tenía ninguno, por cuanto es un Dios incapaz de hacer el futuro? El plan de la humanidad. Seguimos imaginando: ahora los hombres quieren la salvación y se proponen crucificar al Hijo de Dios si se los enviasen. Entonces Dios se los envía. Y así sucesivamente cada acto de la expiación fue previsto primero en las obras humanas, luego Dios los copia y de paso se roba la autoría, pues aparece como profeta de profetas.
El otro gran absurdo de esta suposición consiste en asumir que es un Dios con suerte. Lo que Él previó que los hombres harían acontecerá porque los hombres mantienen su palabra en el tiempo. El hombre no cambia su voluntad, por lo tanto es un Dios con mucha suerte, ya que todo lo que predice basado en el corazón humano se le cumple. Un Dios que no controla ni lo necesario ni lo contingente es un Dios con suerte, si se llega a cumplir al menos una sola de sus profecías fundamentadas en su visión acerca de la humanidad.
Ahora bien, la lógica apunta a que de existir el Dios de la Biblia éste tiene que ser soberano en forma absoluta. Tal Dios no puede ser manipulado en un ápice, y tendrá que controlar todas las acciones de su obra creada, el universo y la humanidad incluida. Y eso lo declara de sí mismo: no hay otro Dios y fuera de mi mano no hay quien libre. Ved ahora que yo, yo soy, y no hay dioses conmigo; Yo hago morir, y yo hago vivir, Yo hiero, y yo sano; y no hay quien pueda librar de mi mano (Deuteronomio 32: 39).
Job constituye un ejemplo de la actitud humilde frente a la soberanía de Dios. Después de sus pruebas y análisis, de sus disquisiciones sobre los porqués de lo que acontecía en su vida, después de ser interrogado por el Altísimo, ¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia (Job 38: 3-4), Job concluye: De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza (Job 42: 5-6).
A pesar de lo acá expuesto, recordemos las palabras de Jesús quien dijo que ninguno podría venir a él, a no ser que el Padre lo trajere a él (Juan 6: 44). Ese mismo Jesús dijo que ponía su vida por las ovejas, pero también afirmó que no creían en él porque no eran sus ovejas. En otra oportunidad se dirigió a un grupo y les dijo que ellos no eran de sus ovejas. De manera que el Señor conoce a los que son suyos, sus ovejas oyen su voz y le siguen, y no se irán tras la voz del extraño.
Por lo dicho se sobreentiende que la expiación fue limitada a su pueblo, a los muchos que vino a salvar, por los cuales murió en sustitución y expiación, como el Cordero pascual. También fue absoluta, pues no hace falta más salvación que la mostrada, ya que es suficiente para mantenernos en sus manos hasta el día de la redención final, pues ¿quién arrebatará a las ovejas de las manos de Cristo? O ¿quién acusará a los escogidos de Dios? Cristo es el que justifica, el que se entregó a sí mismo por nosotros.
César Paredes
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